sábado, 28 de noviembre de 2009
promesas
–Te vas a morir…
Toda esta gente le llora a un sólo cabrón, y no entiendo por qué le lloran a un cobarde como ese. Para amenazar hay que tener huevos; los hocicones se van al cielo, me dijo cierto día un teporocho en el barrio, ¡mira que sacar un arma para no jalarle! Pues ya ves, te demostré que yo sí pude. Pero no fui ojete, te traje tus flores; es más, te montaré guardia en un rato. Por el momento tengo que aparentar un chingo de dolor, aunque por dentro estoy más feliz que nunca, por fin Soledad será mía, ya nadie me la quitará. Fueron cuatro años en los que me di vida de perro, nomás Sol me decía ven, y yo le movía la cola de alegría, nos besábamos a escondidas, nos manoseábamos, cogíamos. Yo jamás entendí tu reproche, si ella para ti era un mueble más en tu casa. Para mí, ella lo era todo. Fernando se acerca al féretro para montar una guardia; mira a su alrededor: algunos lloran; otros, con el semblante desquebrajado, no hacen más que guardar silencio. Soledad se ve cansada y con los ojos hinchados de tanto llorar. Ahora sí manito, ya estoy a tu lado para que me escuches mejor; pero mira nada más qué bonito te dejaron, no cabe duda que estos pendejos de Gayoso saben hacer su trabajo, hasta pareces maniquí. Si hubieras tenido valor, Alejandro, ahora sería yo quien ocuparía tu lugar; jamás pensé que fueras a cumplir eso de quererme matar. Mañana me voy con Sol a la playa a tomar unos cocos con ginebra, mientras espero que tú disfrutes tu infierno, porque dicen que cuando los meten al horno para cremarlos, crujen. Fernando imita muy bien las lágrimas que toda la gente cree honestas; incluso la madre del difunto se acerca para abrazarlo y encaminarlo a los sillones. Le ofrece un café y él acepta con gusto. Qué bueno que me jaló esta vieja, ya me había cansado y esta bola de huevones no se para a hacer esquina, lo bueno es que soy bien bueno para eso de actuar. Este café está delicioso. A tu salud, mi amigo. Por momentos, Fernando no puede ocultar la felicidad que siente. Soledad se acerca para pedirle que se marche, le dice que no es bien recibido, ni por ella, ni por el difunto. Lo jala del brazo y lo llevaba al patio de los velatorios. Le pide que olvide todo, pues pensó que su dolor no podría llegar a ser tan lamentable. Le pide que se vaya porque todo ha terminado entre ellos, sólo fue un juego que el difunto no se merecía, y además maldice al asesino. Pero Sol, por fin eres libre, ya no tendremos que escondernos para nada. De hecho ya compré un par de boletos para salir mañana a Acapulco, unas vacaciones no te vendrían mal, además bien merecido que lo tenía. Ella no entiende razones en ese momento, su dolor es más fuerte que escuchar a Fernando; se despide. Fernando le dice que si lo deja, le raja el cuello a ella y después se lo raja él; ella no hace caso de esta amenaza y vuelve al velorio de su marido. Pinche puto, seguramente ahorita estás riéndote. El resto de la noche se la pasó de cantina en cantina; no entendía a las mujeres. Cuando llegó a su casa eran las cuatro de la tarde. Abrió la puerta y Sol estaba con su maleta, muy sonriente, esperándolo. Fernando sonrió y la abrazó. Si amenazas, cúmplela, porque si no, te lleva la chingada.
Fernando cayó al suelo degollado.
Toda esta gente le llora a un sólo cabrón, y no entiendo por qué le lloran a un cobarde como ese. Para amenazar hay que tener huevos; los hocicones se van al cielo, me dijo cierto día un teporocho en el barrio, ¡mira que sacar un arma para no jalarle! Pues ya ves, te demostré que yo sí pude. Pero no fui ojete, te traje tus flores; es más, te montaré guardia en un rato. Por el momento tengo que aparentar un chingo de dolor, aunque por dentro estoy más feliz que nunca, por fin Soledad será mía, ya nadie me la quitará. Fueron cuatro años en los que me di vida de perro, nomás Sol me decía ven, y yo le movía la cola de alegría, nos besábamos a escondidas, nos manoseábamos, cogíamos. Yo jamás entendí tu reproche, si ella para ti era un mueble más en tu casa. Para mí, ella lo era todo. Fernando se acerca al féretro para montar una guardia; mira a su alrededor: algunos lloran; otros, con el semblante desquebrajado, no hacen más que guardar silencio. Soledad se ve cansada y con los ojos hinchados de tanto llorar. Ahora sí manito, ya estoy a tu lado para que me escuches mejor; pero mira nada más qué bonito te dejaron, no cabe duda que estos pendejos de Gayoso saben hacer su trabajo, hasta pareces maniquí. Si hubieras tenido valor, Alejandro, ahora sería yo quien ocuparía tu lugar; jamás pensé que fueras a cumplir eso de quererme matar. Mañana me voy con Sol a la playa a tomar unos cocos con ginebra, mientras espero que tú disfrutes tu infierno, porque dicen que cuando los meten al horno para cremarlos, crujen. Fernando imita muy bien las lágrimas que toda la gente cree honestas; incluso la madre del difunto se acerca para abrazarlo y encaminarlo a los sillones. Le ofrece un café y él acepta con gusto. Qué bueno que me jaló esta vieja, ya me había cansado y esta bola de huevones no se para a hacer esquina, lo bueno es que soy bien bueno para eso de actuar. Este café está delicioso. A tu salud, mi amigo. Por momentos, Fernando no puede ocultar la felicidad que siente. Soledad se acerca para pedirle que se marche, le dice que no es bien recibido, ni por ella, ni por el difunto. Lo jala del brazo y lo llevaba al patio de los velatorios. Le pide que olvide todo, pues pensó que su dolor no podría llegar a ser tan lamentable. Le pide que se vaya porque todo ha terminado entre ellos, sólo fue un juego que el difunto no se merecía, y además maldice al asesino. Pero Sol, por fin eres libre, ya no tendremos que escondernos para nada. De hecho ya compré un par de boletos para salir mañana a Acapulco, unas vacaciones no te vendrían mal, además bien merecido que lo tenía. Ella no entiende razones en ese momento, su dolor es más fuerte que escuchar a Fernando; se despide. Fernando le dice que si lo deja, le raja el cuello a ella y después se lo raja él; ella no hace caso de esta amenaza y vuelve al velorio de su marido. Pinche puto, seguramente ahorita estás riéndote. El resto de la noche se la pasó de cantina en cantina; no entendía a las mujeres. Cuando llegó a su casa eran las cuatro de la tarde. Abrió la puerta y Sol estaba con su maleta, muy sonriente, esperándolo. Fernando sonrió y la abrazó. Si amenazas, cúmplela, porque si no, te lleva la chingada.
Fernando cayó al suelo degollado.
Plaf
Nalgaistas de todos los países subyugados
¡oea oea oea oea, uníos!
Efraín Huerta. Manifiesto nalgaista.
Todo comenzó con aquel plaf. La mujer que estaba a mi lado en el vagón del metro me dio una cachetada; fue un duro golpe que se marcó en toda mi mejilla, y bien merecido me lo tenía. De alguna manera, mi mano había adquirido vida propia para darle una nalgada a la mujer. Antes del golpe, sentí cómo mi mano se iba volviendo pesada, tan pesada que parecía que la Tierra, con su poder de atracción, me la quería arrancar. Volteé para ver mi mano en ese momento: mis dedos se movían como intentando olisquear el aire en busca de unas nalgas que nalguear. Fue entonces cuando vi claramente cómo mi mano se fue a estampar con aquella viejita; después sobrevino todo el mal momento que pasé de estación en estación.
Durante varios días estuve tentado por la idea de ir a un psicólogo, pero no creí que fuera tan grave y decidí que sería algo pasajero. Un día fui a bailar con mis amigos al Tropi Q. Íbamos cuatro, tres hombres y una mujer, la chica que nos acompañaba era de las famosas presta pronto y sabadá. Cabe decir que esa mujer a mí no me gusta para nada, pues bueno, resulta que nos levantamos a bailar y cuando estaba la salsa en su mejor momento, nuevamente sentí ese peso en mi mano, el agitar de mis dedos y ese punzón final antes de la nalgada; ella no dijo nada, sólo sonrió. Días después, en la oficina ya circulaban varios chismes en el radio pasillo: que si era un degenerado, que si era mi amante, que si ya teníamos años de andar saliendo. Resulta que ese chisme llegó a nuestro jefe y, bastante irónico, resultó que ella era la amante de él. Ja. Esa fue mi última semana en el trabajo. Así pasó varias veces en autobuses, en el metro, el metrobús, en la fila del banco, en la fila de las tortillas, en espera de la leche. Era una situación molesta. Pero únicamente me pasaba con las mujeres. Sin embargo, una de las últimas nalgadas que dio mi mano izquierda fue en un baño del cine, y fue diferente. Había ido solo a ver Rudo y Cursi. Antes de entrar a la sala, pasé al baño. Estaba un señor de edad considerable a mi mano derecha, y a mi mano izquierda, un niño de 8 años aproximadamente. Me parece que está de más detallar cómo mi mano, en un acto descabellado, le dio una nalgada al niño, quien me miró y le dijo al señor de mi derecha, abuelo éste me está manoseando. El señor armó un revuelo que de haberme quedado, una de dos: me linchan o me meten a prisión por abuso a menores. Salí corriendo, no sin antes recibir patadas, empujones, puñetazos y, desde luego, no faltó el hijodeputa que me escupió. Salí rápido para que no pasara a mayores, y obviamente ya no pude ver la película. Caminé por la Alameda con la mano en la bolsa, porque cada que una persona pasaba medianamente cerca, se agitaba dentro de mi pantalón como pez fuera del agua. Me detuve a ver a uno de los payasitos que hay en la Alameda. Parecía que había encontrado la solución, meter la mano en la bolsa del pantalón. Entonces me detuve donde había menos gente; sin embargo, frente a mí, al otro extremo, había una muchacha con bastante pecho y, de verdad, se los juro, sólo la mire de reojo, pero tuvo a bien una pinche viejita pararse a un lado mío. Entonces mi mano se agitó, como ave espantada dentro de la jaula, y la viejita me comenzó a gritar cochino, degenerado, mira que masturbarse enfrente de la gente. Nuevamente las personas que estaban cerca, indignadas se me abalanzaron, me corretearon. Alcancé a entrar al metro; la gente embravecida me quería linchar por cochino, y yo atrás de los polis esperando que contuvieran a toda esa gente. Entonces la desgraciada de mi mano izquierda, en una muestra de muy mala voluntad, por cierto, le asestó una sonora nalgada al policía. Esa fue la última nalgada…
Señores del jurado, me acuso de ser inocente, mas no desmiento que esta degenerada mano izquierda es la culpable. Y tengo miedo. Sí. Tengo miedo de que un día, sin que me dé cuenta, sonsaque a la derecha. Es por eso señores que pido justicia,
El juez dictó sentencia: pena de muerte para la mano izquierda.
¡oea oea oea oea, uníos!
Efraín Huerta. Manifiesto nalgaista.
Todo comenzó con aquel plaf. La mujer que estaba a mi lado en el vagón del metro me dio una cachetada; fue un duro golpe que se marcó en toda mi mejilla, y bien merecido me lo tenía. De alguna manera, mi mano había adquirido vida propia para darle una nalgada a la mujer. Antes del golpe, sentí cómo mi mano se iba volviendo pesada, tan pesada que parecía que la Tierra, con su poder de atracción, me la quería arrancar. Volteé para ver mi mano en ese momento: mis dedos se movían como intentando olisquear el aire en busca de unas nalgas que nalguear. Fue entonces cuando vi claramente cómo mi mano se fue a estampar con aquella viejita; después sobrevino todo el mal momento que pasé de estación en estación.
Durante varios días estuve tentado por la idea de ir a un psicólogo, pero no creí que fuera tan grave y decidí que sería algo pasajero. Un día fui a bailar con mis amigos al Tropi Q. Íbamos cuatro, tres hombres y una mujer, la chica que nos acompañaba era de las famosas presta pronto y sabadá. Cabe decir que esa mujer a mí no me gusta para nada, pues bueno, resulta que nos levantamos a bailar y cuando estaba la salsa en su mejor momento, nuevamente sentí ese peso en mi mano, el agitar de mis dedos y ese punzón final antes de la nalgada; ella no dijo nada, sólo sonrió. Días después, en la oficina ya circulaban varios chismes en el radio pasillo: que si era un degenerado, que si era mi amante, que si ya teníamos años de andar saliendo. Resulta que ese chisme llegó a nuestro jefe y, bastante irónico, resultó que ella era la amante de él. Ja. Esa fue mi última semana en el trabajo. Así pasó varias veces en autobuses, en el metro, el metrobús, en la fila del banco, en la fila de las tortillas, en espera de la leche. Era una situación molesta. Pero únicamente me pasaba con las mujeres. Sin embargo, una de las últimas nalgadas que dio mi mano izquierda fue en un baño del cine, y fue diferente. Había ido solo a ver Rudo y Cursi. Antes de entrar a la sala, pasé al baño. Estaba un señor de edad considerable a mi mano derecha, y a mi mano izquierda, un niño de 8 años aproximadamente. Me parece que está de más detallar cómo mi mano, en un acto descabellado, le dio una nalgada al niño, quien me miró y le dijo al señor de mi derecha, abuelo éste me está manoseando. El señor armó un revuelo que de haberme quedado, una de dos: me linchan o me meten a prisión por abuso a menores. Salí corriendo, no sin antes recibir patadas, empujones, puñetazos y, desde luego, no faltó el hijodeputa que me escupió. Salí rápido para que no pasara a mayores, y obviamente ya no pude ver la película. Caminé por la Alameda con la mano en la bolsa, porque cada que una persona pasaba medianamente cerca, se agitaba dentro de mi pantalón como pez fuera del agua. Me detuve a ver a uno de los payasitos que hay en la Alameda. Parecía que había encontrado la solución, meter la mano en la bolsa del pantalón. Entonces me detuve donde había menos gente; sin embargo, frente a mí, al otro extremo, había una muchacha con bastante pecho y, de verdad, se los juro, sólo la mire de reojo, pero tuvo a bien una pinche viejita pararse a un lado mío. Entonces mi mano se agitó, como ave espantada dentro de la jaula, y la viejita me comenzó a gritar cochino, degenerado, mira que masturbarse enfrente de la gente. Nuevamente las personas que estaban cerca, indignadas se me abalanzaron, me corretearon. Alcancé a entrar al metro; la gente embravecida me quería linchar por cochino, y yo atrás de los polis esperando que contuvieran a toda esa gente. Entonces la desgraciada de mi mano izquierda, en una muestra de muy mala voluntad, por cierto, le asestó una sonora nalgada al policía. Esa fue la última nalgada…
Señores del jurado, me acuso de ser inocente, mas no desmiento que esta degenerada mano izquierda es la culpable. Y tengo miedo. Sí. Tengo miedo de que un día, sin que me dé cuenta, sonsaque a la derecha. Es por eso señores que pido justicia,
El juez dictó sentencia: pena de muerte para la mano izquierda.
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